Algo de inquietante encierra el denominado signo «et», tanto por el poder de unir dos opuestos o entidades ajenas como por su fascinante esencia gráfica. Adrian Frutiger, en su libro «Signos, símbolos, marcas, señales», refiere que no se trata de una letra ni de un signo de puntuación. Es —precisa el inventor de la letra Frutiger— una figura conceptual externa derivada de la frecuente conjunción latina et [y], cuyo empleo data ya de muchos siglos y que permanece en vigor.

Haruhiko se comporta como todo un caballero, por Álvaro Lasso

«Haruhiko se comporta como todo un caballero». La primera frase de haruhiko & ginebra abre las puertas de muchos mundos. A primera vista son palabras como las que podríamos usar en cualquier conversación, libres de ninguna obvia intención metafórica, pero en secreto, o mejor dicho en delicada combinación con la precisa sucesión de frases que la sigue, resumen tanto la existencia exterior como el mundo interior de su sujeto. Alusiones bien elegidas (un puñado de palabras, en realidad) pintan suave pero puntualmente el paisaje social que lo rodea y, a falta de particularidades, cuando menos la atmósfera y algunas improntas de su ambiente familiar. Sabemos, entonces, lo que «comportarse como todo un caballero» significa: esos dos años en una caseta de guardianía afuera de una ensambladora han permitido a la realidad etiquetar rápidamente a Haruhiko como un hombre bueno aunque solitario, de costumbres apacibles y comportamiento recto. Al mismo tiempo, sabemos que debemos entender esta cualidad de «recto» en la más amplia extensión de su sentido. Porque con toda naturalidad, nuevamente sin mayores acrobacias descriptivas, el mismo pasaje que nos habla de la ocupación de Haruhiko pasa a hablarnos de su profundidad espiritual, de su sabiduría insospechada y de su temple de acero. Súbitamente, pero con una suavidad que no deja lugar al sobresalto, nos damos cuenta de que estamos ante el seguidor de un complejo código de vida. Sin miedo, el autor permite que detalles como el nombre de su protagonista y el título de una lectura disparen con toda efectividad las asociaciones: bosques, biombos, tatamis. Un sol rojo, espadas, monjes. La música inesperada de breves poemas aparentemente hechos de percepción pura. Caemos en cuenta de que la engañosa sobriedad del estilo, puntual y austero pero de ningún modo prosaico, elige cuidadosamente diferentes aspectos (o, lo que es más, diferentes dimensiones) de la realidad que describe para permitir que se abran como flores: un descendiente de japoneses que pasa por uno más del montón, fundiéndose inevitablemente con el escenario de su ocupación mundana; los sueños y pensamientos trascendentes con los que intenta reemplazar el mundo; y la desconcertante belleza con que la vida puede iluminarse (inclusive la vida del reservado guardían de la puerta de una ensambladora) si es descrita con las palabras adecuadas. Y, como se vuelve explícito en el pasaje final de ese mismo primer poema, una forma más de ser «todo un caballero», una igualmente invocada por un nombre a llegar desde otro mundo: la de los cantares épicos de gesta y la corte del rey Arturo.

Para cuando conocemos a Ginebra, apenas en el segundo poema, ya nos hemos internado de lleno en el sueño de Haruhiko. Ella también surge como una aparición en medio de una realidad que, aunque nos es suficientemente esclarecida mediante pinceladas precisas, nunca terminamos de sentir deprimida o decadente. La luz de la escritura, su mágica textura oriental, discretamente reinterpretada por el poeta, es la misma luz del espíritu de Haruhiko, y a través de ella la mujer sobreviviente aunque arrollada por la vida es perfectamente merecedora de ser el objeto y el motor principal de las proezas y esperanzas del caballero. Desde otro lenguaje, desde la redonda consonancia entre la escritura de un relato y el corazón de su protagonista, se nos revela una combinación literaria tan antigua como imprescindible, y descubrimos que Ginebra no es otra que Dulcinea exitosamente redimida por el sueño. Y que Haruhiko es don Quijote, si don Quijote hubiera escrito su propia historia, o si hubiéramos oído la historia con el oído pegado a su pecho. A la hora de escribir, y a la hora de ver el mundo, si es que no se escribe, lo entendemos todo desde un encuentro no tanto de influencias estéticas, sino de improntas emocionales que a menudo toman la forma de influencias estéticas. Un encuentro tan insólito y fascinante como un fenómeno astrólogico y tan defintivo, si somos propensos a este tipo de pensamiento, como yo a veces soy, a un cruce de planetas. Para el que no escribe, la utopía es que su experiencia del mundo y la vida coincidan con la visión que se tiene desde sus coordenadas esenciales. Para el que escribe, la utopía es recrear un mundo y una vida a partir del encuentro germinal de sus coordenadas esenciales. El mayor prodigio de haruhiko & ginebra, la «novela brevísima» compuesta por doce poemas en prosa que hoy publica José Donayre, es que consigue la comunión perfecta entre lo que yo imagino fue su utopía como escritor y la utopía de su protagonista como soñador. En un pasaje defintivo, con el que me permito cerrar este saludo y elogio, ambas se revelan como una y la misma:

«En el papel, Haruhiko consigue lo que muchos especialistas en tejer historias no consiguen durante años. Se trata de siete frases. Apenas dos párrafos. Treinta y dos palabras sobre un papel doblado tres veces. Apenas un asomo de verdad que establece la distancia, efecto y diferencia entre un hombre que ama y una mujer poseída por la idea del amor».